Me llamo Felipe y soy alcohólico (“bajo fondo”)
Asustado, arrogante, furioso y resentido contra la humanidad, contra Dios y el universo (y no obstante con la vaga esperanza de que esta gente que decía haber encontrado una forma de dejar de beber, me pudiera ayudar) — así era como me sentía hace casi siete años, en mi primera reunión de A.A.
Estaba asustado porque los años que pasé bebiendo y mis engañosos sueños me habían llevado a una vida aterradora, mendigando por los barrios perdidos, durmiendo en los portales, con mi cuerpo afligido por las llagas de vino. Olía mal. No tenía para cambiarme de ropa, ni quería en realidad. Todo estaba perdido, tirado por la ventana — mi carrera de profesor, así como los otros centenares de trabajos que había intentado. No me quedaba nada por lo que quisiera vivir; pero tenía miedo a morirme.
Mi arrogancia radicaba en mi firme convencimiento de que yo era mejor que los que me rodeaban. Era un escritor de talento, ¿no? Hacía años que no había escrito una línea que mereciera la pena leerse, pero creía que no habían publicado mis obras solamente porque no me entendía nadie, y porque me discriminaban. Así había sido durante toda mi vida. Unico — nadie me había entendido nunca. Nadie se había ni siquiera aproximado a la sensación de agonizante conciencia, al sufrimiento y la soledad de mi alma. Era negro e inteligente, y el mundo me había rechazado por serlo. Odiaba a este mundo castigador, y guardaba rencor a su vida y a su Dios. Mi rabia consumía todo; sólo porque mi dolor y mi malestar eran aún más grandes que aquélla, pude quedarme en la reunión rodeado por un grupo de gente limpia, en su mayor parte blanca, y aparentemente felices, que se llamaban a sí mismos alcohólicos.
Me ofrecieron café, y se acercaron a mí amablemente. Tenían la suficiente sinceridad como para no ocultar que se daban cuenta de mis manos temblorosas. Se sonrieron, y me dijeron que las cosas mejorarían. Les escuché con dificultad. Decían que el alcoholismo era una enfermedad física, mental y espiritual, una enfermedad que se podía tratar, y de la que una persona podía recuperarse. Bebí todo aquello, con la gratitud frenética de alguien que se muere de sed.
Sin embargo, había un toque amargo en aquel agua, una duda persistente. ¿Funcionaría para mí? A diferencia de esta gente, la sociedad me había condenado a la vida de un vagabundo negro y derrotado. La terapia en los pabellones siquiátricos de muchos hospitales había confirmado mis primeras sospechas de que mi fuerte beber fue causado por mi incapacidad para adaptarme a un mundo hostil en el que me vi forzado a vivir. Desde mi niñez, la religión me había estrangulado. Me había presentado más restricciones, causado más temores, y así me había ofrecido más razones para beber. En las paredes de la sala de reunión, que estaba situada en una iglesia se destacaba la palabra “Dios”, y esto me hizo dudar sinceramente de si esos piadosos alcohólicos, blancos y burgueses, podrían llegar a entender los serios problemas que compelían a beber a un borracho negro tan extraordinariamente brillante como yo.
Muchas reuniones después, encontré ciertos principios básicos que no sólo me salvaron la vida, sino que también, poco a poco, la han transformado. Me enseñaron que todos los alcohólicos, sin importar quiénes y de dónde seamos, bebemos como bebemos por una razón fundamental — nuestro alcoholismo. Padecemos una enfermedad que nos obliga a seguir bebiendo una vez que tomamos el primero. La nuestra es una enfermedad profunda y dinámica, que invade constantemente el tejido mental y espiritual de nuestro propio ser. Tenemos que mantenerla constantemente controlada a través del programa de A.A. si hemos de recuperarnos y permanecer sobrios.
Las recompensas de la sobriedad son abundantes y tan progresivas como la enfermedad que contrarrestan. Tal vez la más maravillosa de estas recompensas ha sido la liberación de la horrorosa prisión de mi singularidad.
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