“Lo puedo hacer sola. Soy más inteligente.”
Mi nueva amiga de A.A. está durmiendo en mi casa.
Cuando la trajeron aquí, estaba borracha e inconsciente. Encontraron una botella de sedantes, casi vacía, cerca de su cuerpo. Me la trajeron a mí porque soy doctora y alcohólica. No recuerdo precisamente cuándo me volví alcohólica. De adolescente, iba a los bailes. Los amigos de mi hermano le pedían que me invitara, porque sólo necesitaba unos pocos tragos para alegrarme. Pero, la mayoría de las veces, cuando la gente a mi alrededor estaba alegre, yo estaba triste.
Después de conseguir mi primer empleo como interna en cirugía, recibí una invitación para asistir a una fiesta con los demás miembros del personal del hospital. Me puse tan borracha con un vaso de vino que tropecé con una mesa y me caí. Mi amiga más íntima estaba escandalizada y me dijo que una dama tenía que tomar dos vasos de vino — “si no puedes, no eres una dama.” Le pregunté lo que debía hacer y me respondió: “Tienes que practicar.” Lo hacía todas las noches, generalmente en mi casa, en donde mi madre me decía: “Una dama que bebe tanto no es una dama.” No obstante, el vino parecía aumentar mi eficiencia. Podía trabajar más por la noche, cuando quería escribir o leer. Era ambiciosa y quería ser jefe de mi hospital. Mientras bebía, era la jefa. Aún más, era la doctora más inteligente, la mujer más bella, la mejor hija y amiga.
En realidad, aunque seguía bebiendo, iba progresando muy rápido en mi carrera. Nunca estaba borracha, ni tampoco sobria. Entonces, un día algo agitado, una colega me dijo que iba al salón donde los médicos pasaban las horas en que no están de servicio, porque necesitaba un trago. Ese día señaló el principio del fin para mí. Ella sólo bebía un poco pero pasados seis meses yo me bebía cada mañana un vaso de los de agua, lleno de vodka. Mi trabajo fue empeorando, y terminé dejando que lo hicieran los demás.
Aunque mi madre había estado enferma, yo siempre podía encontrar una razón para beber. Sabía que tenía un problema con el alcohol. Leí libros médicos que trataban del asunto, y sabía cómo podía afectar mi cerebro. Quería dejar de beber, pero no sabía cómo. Sabía solamente que tenía que alejarme del hospital, antes de que se descubriera mi forma de beber. La primera vez que se me presentó la oportunidad, establecí una consulta privada y me despedí del hospital.
En esa época se murió mi madre. Cuando yo volvía a casa, ya no oía las preguntas: “¿Cuánto bebiste?” “¿Cuánto gastaste en licores’?” Era dueña de mí misma. Bebía y seguía bebiendo — a solas, porque mis amigos me habían abandonado. Ya no era la doctora más inteligente, la mujer más hermosa. Estaba sola con mis temores. Tenía que beber.
Mi desesperación se iba intensificando. Por fin un paciente informó al Consejo de Salud de haberme encontrado borracha. Como consecuencia, tuve que consultar con un profesor que investigaba asuntos de este tipo — y un milagro ocurrió. El sabía cómo era el infierno en el que yo vivía, y me dio un libro acerca del alcoholismo. Aunque seguí bebiendo mientras lo leía, percibí una luz de esperanza. Pasados algunos días, le dije que me gustaría conocer a los miembros de Alcohólicos Anónimos mencionados en el libro.
Una semana después, recibí una llamada telefónica de un amigo de la universidad que se había hecho siquiatra. “A.A. está en nuestro pueblo,” me dijo; y me informó sobre dónde y cuándo se efectuaban las reuniones. Unas dos semanas más tarde logré dirigirme a una reunión, no sin tomarme antes una copa.
Abrí la puerta y vi a seis hombres. Escuché atentamente lo que decían.
“¿Qué debo hacer?” les pregunté. “Me queda la mitad de una botella en casa, y la otra mitad me la bebí antes de venir aquí.” ¡Estaba diciendo la verdad sobre la bebida! ¿Qué me había ocurrido? Uno de los hombres me respondió, “Puedes hacer lo que quieras con la botella: bebértela o tirarla. Es tu vida.” Por primera vez, no se me prohibió que bebiera. Esa noche me tomé el resto de la botella, pero llegué sobria a la siguiente reunión.
Empecé una vida nueva. Mis amigos del grupo me entendían. Encontré también una felicidad fuera del grupo. Podía hacer mi trabajo, y mis pacientes comenzaban a amarme y a respetarme; amistades perdidas se reanudaban.
Durante 19 meses estuve feliz, pero no me aplicaba mucho en el programa. Hacía mucho trabajo de Paso Doce, ayudando a otros alcohólicos, pero sólo para evadirme de mí misma. Un día sufrí un trastorno emocional y tomé dos tranquilizantes — el siguiente día, cuatro, y después muchos más.
No asistía asiduamente a las reuniones. “Soy médica,” me decía. “Sé lo suficiente sobre A.A. Puedo hacerlo sola. Tengo demasiado trabajo que hacer. Soy más inteligente que los demás. Soy una alcohólica especial.”
Todos los temores y mentiras que acompañaban a la bebida, volvieron con los tranquilizantes. Los cambié por sedantes.
Un día volvió a aparecer la botella. Mi botella. ¡Fue tan fácil comenzar! A pesar de todo lo que me dijeron en A.A. acerca del primer trago, durante algunos días no me pasó nada. “Bueno”, me dije, “no soy alcohólica. Fue un error. No tengo por qué asociarme con la gente de A.A. Yo puedo arreglármelas...” Bebía y tomaba píldoras.
Entonces, toqué fondo. Después de haber intentado suicidarme, desperté en mi casa, y me encontré con vida. Supe que era una alcohólica, y llamé por teléfono a mis amigos de A.A.
Dos días después, conocí a otro miembro de A.A., el médico que es ahora mi esposo. He empezado de nuevo a vivir. Asisto a las reuniones, y me aplico en el programa que me ha enseñado a lograr la tranquilidad de espíritu, sin alcohol o drogas. He restablecido una relación con mi Poder Superior. Sin El, no habría podido llegar a ser una alcohólica tan feliz.
Mientras escribía mi historia, mi nueva amiga de A.A. se ha despertado. Está viva y hace 24 horas que no ha tomado un trago. A.A. funciona.
“Suponía que mi forma de beber era otro síntoma de neurosis.”
Durante más de 20 años bebí sin sentirme impulsada a hacerlo. Podía dejar la bebida, y a menudo la dejaba.
Pero tenía otros problemas — profundos problemas emocionales. Desde mi adolescencia, quizás antes, experimentaba depresiones. Cuando tenía poco más de veinte años, después del nacimiento de mi hijo, sufrí una grave depresión pospartum, e inicié un tratamiento psicoterapéutico que, con algunas interrupciones, duraría muchos años. Aunque había buenas épocas en las que conocía el alivio, funcionaba bien y trabajaba productivamente, siempre me parecía que existía una barrera que me separaba de la vida que deseaba.
Durante estos años, me casé dos veces, y dos veces me divorcié. El alcohol no tuvo nada que ver con estos fracasos.
Diez años después, supe que tenía un problema con la bebida. Acababa de tener un éxito profesional cuando me puse enferma de paperas. Al recobrar la salud, me vi hundida en una depresión severa, sin aparente causa, salvo que mi médico me había dicho que a menudo las enfermedades causadas por virus dejaban deprimidas a sus víctimas. Creo que no le dije en aquel entonces que, además de la depresión, que me era familiar, estaba experimentando algo raro: mi forma de beber había cambiado totalmente, convirtiéndose en compulsiva
Mi hijo era adolescente, y si la bebedora solitaria se odia a sí misma, la bebedora que es madre y responsable del bienestar de su hijo siente una culpabilidad y una repugnancia de sí misma indescriptibles. Y por supuesto, para librarme de estos sentimientos, bebía sistemáticamente hasta perder el conocimiento — lo recobraba, volvía a beber y lo perdía de nuevo. Era una pesadilla.
No obstante, lograba preparar la comida, mandar la ropa a la lavandería, y ver a mi hijo irse a la escuela.
Nosotros nos queríamos y nos odiábamos al mismo tiempo — y de las dos emociones era difícil saber cuál era la más dolorosa. Mi hijo fue el primero a quien confesé que yo era alcohólica. Me preguntó, “¿Por qué bebes tanto, mamá? Te hace oler mal.” Le respondí, “Bebo porque soy alcohólica.” Pero no sabía lo que significaba ser alcohólica.
Acostumbrada a considerarme una persona neurótica, suponía que mi beber era otro síntoma más de esa neurosis, y que lo que tenía que hacer era ahondar aún más en mi inconsciente para descubrir lo que me compelía a beber — y entonces podría volver a beber como antes bebía. Así que empecé de nuevo el peregrinaje de un siquiatra a otro.
La última locura de mis días de bebedora ocurrió después de que mi hijo se fue de casa para asistir a la universidad. Un fin de semana en que fui a visitarle, me llevé conmigo todo el dinero que me quedaba y compré un motel cerca de la ciudad universitaria. Era una “cura geográfica”; tenía la esperanza de que ‘ cambiando de residencia y de forma de vida, podría olvidarme de mí misma.
Durante el primer año, mientras trabajaba en la restauración de la vieja casa de campo y las siete cabañas anexas, logré dejar de beber. Sin embargo, me estaba pasando algo nuevo. Cuando regresé a Nueva York para una visita, fui a consultar con mi doctor, a quien le agradó ver que había perdido 30 libras.
“¿,Qué has estado haciendo?” me preguntó.
Le dije, “Creo que he cambiado de adicciones.” “¿Qué quiere decir eso’?” “He sustituido la adicción al alcohol por la adicción a los tranquilizantes.” “Tonterías,” me replicó “no se puede tener adicción a los tranquilizantes.” En aquella época, los tranquilizantes eran un medicamento relativamente nuevo. Ahora los médicos saben lo que yo ya sabía entonces. No podía limitar la cantidad de medicación que tomaba a la recetada por el médico.
Mi declive fue abrupto. Una hospitalización en estado comatoso, causado por una mezcla de alcohol y tranquilizantes. Otra en un intento vano de acabar con mi adicción a los tranquilizantes. Una tercera por haber tomado una dosis excesiva de barbitúricos.
Esta última vez me atendió un siquiatra quien consiguió ingresarme en una clínica siquiátrica de Nueva York para una estancia de seis meses. Pero al salir, dada de alta del hospital, todavía no tenía la más mínima sospecha de que era alcohólica. Me dijeron que no bebiera, pero no me dijeron por qué no debía beber; eso me ofendió y, por supuesto, seguí bebiendo.
Entonces, comenzó un círculo vicioso en el que me vi presa durante tres meses: bebía hasta que me aterraba el alcohol y luego tomaba tranquilizantes hasta que estos también me aterraban. Llamé a un amigo que había pasado nueve meses sobrios en A.A. y le dije que estaba lista para probarlo. Menos de una semana después, me encontré en mi primera reunión, con una sensación tremendamente conmovedora y liberadora de haber vuelto a mi casa, de estar donde debía estar. Mirando alrededor de la sala, sentía lo diferente que esa gente era. Muchos de los enfermos que había conocido en el pasado, casi siempre trataban de adaptarse a su enfermedad. A diferencia, estos A.A. estaban haciendo un esfuerzo por recuperarse.
Eso yo también lo quería.
Seguí tomando tranquilizantes durante más o menos una semana después de mi primera reunión, pero me di cuenta durante ese tiempo de que, como alcohólica, no debía tomar ninguna sustancia química que pudiera afectar mi estado de ánimo.
Al principio, supuse que, habiendo sido una borracha depresiva, iba a experimentar depresiones estando sobria. El milagro más grande de mi sobriedad ha sido el verme casi completamente libre de la depresión. Las ideas que saqué del sicoanálisis me ayudaban, pero el programa de A.A. fue el que me liberó para emplearlas al máximo.
Me lancé al programa como para aplacar una sed.
Asistía a muchísimas reuniones y volvía tan absorta en el programa que, durante un rato, me era difícil concentrarme en otras cosas. No obstante, mientras trataba de aplicarme en el programa, los resultados empezaron a manifestarse — en mi tranquilidad de espíritu, en mis relaciones con los demás, y en la gradual recuperación de mi competencia profesional.
Estoy agradecida especialmente por la relación que tengo con mi hijo que, habiéndome visto recobrar mi salud, parece haber logrado una nueva fe en la vida y en sí mismo. “Si tú puedes hacerlo, mamá,” me dijo una vez, “cualquier persona podrá.” Un cumplido tal vez indirecto, pero agradable.
Desde que llegué a A.A., tengo verdaderamente la sensación de haber renacido, de haber roto aquella barrera que me separaba de la vida que quería vivir. Quiero vivir la vida que ahora vivo — una vida basada en los principios de A.A.