A veces tenemos que revisar nuestra manera de amar. Siempre hay que recordar que el encuentro de amor es una inclinación hacia el otro, no sólo para ayudarlo, sino también para valorarlo, para dejarme enriquecer por él.
El amor que derrama el Espíritu Santo hace que yo considere al otro como una sola cosa conmigo.
Por eso puedo preocuparme por sus problemas, pero también puedo alegrarme con sus alegrías.
Eso se muestra especialmente cuando soy capaz de festejar de corazón los éxitos del otro, sin tener envidia.
El diálogo es una experiencia de amor, fruto de la acción del Espíritu Santo, donde queremos compartir con el otro lo que tenemos para dar, pero también, con el mismo amor, somos capaces de prestarle toda la atención y de darle importancia a lo que diga la otra persona. Así, somos capaces de gozar con las cosas buenas que nos cuente.
El Espíritu Santo produce ese bello dinamismo de "dar y recibir lo que no se puede comprar ni vender sino sólo regalar libre y recíprocamente" (Juan Pablo II, Carta a las familias 11a).
Es sembrar, pero es también cosechar con gozo.