Me llamo Pablo y soy alcohólico (nativo-americano)
Crecí en una pequeña reserva en uno de los estados del oeste, y tanto lo bueno como lo malo de ambas culturas influyeron en mi vida. Experimenté mi primera borrachera durante el verano de mi duodécimo año, cuando fui con unos amigos al pueblo. Compramos una botella, y encontramos un lugar donde beberla. Me emborraché, perdí el conocimiento, y me puse enfermo; luego, volvimos a comprar más. La regla era: “cuando te tomas un trago se supone que es para emborracharte.”
Más tarde, me enviaron a un internado gubernamental, en donde era difícil conseguir licores. Aprendí a utilizar substitutos: inhalaba los vapores del pegamento, del fluido para encendedores, de la gasolina, de las pinturas o de la laca para el pelo; bebía enjuague bucal, loción para después del afeitado o tónico para el cabello. Me expulsaron de la escuela y me enviaron de nuevo a la reserva a vivir con mis abuelos.
Mi abuelo era un hombre muy sabio, aunque no tenía educación formal; me hablaba de los problemas con que me enfrentaría de no tener educación. Así es que escribí una carta a la escuela, pidiéndoles que me dieran otra oportunidad y prometiendo que cambiaría mi conducta. Algunas personas que habían regresado a la reserva para pasar sus vacaciones me dijeron que el consejero principal, después de leer mi carta, convocó una asamblea de estudiantes y la leyó en voz alta ante el cuerpo estudiantil. Los únicos que se rieron fueron mis amigos. Al tratar de hacer, posiblemente por primera vez en mi vida, lo correcto, encontré que mis amigos se reían de mí. Esto me afectó profundamente, y resolví nunca más confiar en nadie, ni necesitar a nadie.
Cuando tenía 16 años, me fui de la reserva y me alisté en la marina. Después de mi entrenamiento básico, volví con permiso a la reserva, donde tuve mi primera experiencia de estar encarcelado por la bebida. Fui bebiendo cada vez más. Tenía más dinero, y me parecía que todo el mundo bebía. Al principio, tenía a los nuevos reclutas como compañeros de bebida; más tarde, a los miembros de mi compañía; finalmente, me encontré bebiendo solo, como estaba destinado a hacerlo.
Porque yo era diferente. Cuando bebía, no me divertía en absoluto, ni experimentaba ninguno de los beneficios de pasar una noche agradable y relajada con mis amigos. Cuando bebía, siempre había problemas. Atribuía mis problemas al hecho de ser indio. Mis compañeros de tripulación me contaban cosas que hacía o decía mientras me encontraba en una laguna mental. Nunca los creí completamente. Se oían muchas bromas acerca del indio y su aguardiente, y me pusieron de apodo “Wahoo”. Empecé a tener sentimientos de culpabilidad, y a perder mi dignidad. Empecé a tener miedo a la gente, a estar solo, a todo lo que me rodeaba.
A la edad de 18 años, me encontraba en las calles de San Francisco, con 50 centavos y un billete a Los Angeles como capital, sin suficiente educación, y con un licenciamiento poco honroso de la marina. Decidí que me encontraba así por ser un indio obligado a vivir en el mundo de los blancos. Vagabundeaba un rato, y me mantenía “seco” la mayor parte del tiempo. Una noche, en la calle Canal, de Chicago, el de la celda contigua a la mía murió de un ataque de delirium tremens y convulsiones. Me acuerdo haber pensado que él debía haber tenido la cordura de no beber tanto. (“Si no fuera por la gracia de Dios…”) Me instalé en la ciudad donde ahora vivo, y en cuarenta ocasiones distintas me arrestaron por estar borracho.
Aquí también me casé. De todas las buenas influencias en mi vida, mi esposa es una de las más importantes. Nos enteramos de A.A. a través de un artículo en un periódico. Llamamos por teléfono y la llamada nos fue devuelta, y asistimos a aquella primera reunión. La gente me impresionó mucho, y durante siete meses me encontré citando el Libro Grande. Pero en mi fuero interno, no estaba listo.
Y entonces sucedió— la peor borrachera que había sufrido, y la más hermosa porque fue la última. Nunca había experimentado en mi vida más miedo y culpabilidad. Había fallado a Alcohólicos Anónimos, a mi grupo, a mi esposa. Pero se me ocurrió una idea, clara y concisa: “La única persona a quien has fallado es a ti mismo.” Así que volví a ustedes, y comenzamos de nuevo.
El Jefe Joseph, de la tribu de los Nez Percé, viendo a su pueblo pasar frío, sin hogar, pobre, solitario y vencido, dijo: “No podemos seguir viviendo la vida que vivimos. Tenemos que comenzar una nueva vida. Tenemos que tomar lo mejor de lo que nos pueda ofrecer la cultura de los blancos, y lo mejor que nos pueda ofrecer la de los indios, y empezar con esta nueva vida.”
Me encontraba de pie ante las puertas de Alcohólicos Anónimos, lleno de miedo, culpabilidad, remordimiento, confusión — vencido. Estas puertas se abrieron, y me acogieron calurosamente.
Mientras se van disipando las nieblas de mi mente, puedo recordar las enseñanzas de mis antepasados, y creo que he encontrado lo mejor que la cultura india tiene que ofrecer. Hoy tengo la Comunidad y el programa de Alcohólicos Anónimos y una mujer maravillosa. Siento que he encontrado lo mejor que el hombre blanco me puede ofrecer.
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