Me llamo Miguel y soy alcohólico (clérigo)
Soy un sacerdote católico, pastor de almas, con título de monseñor. Soy también alcohólico. Hace algunos meses, celebré el aniversario de mi ordenación. Un mes antes celebré un aniversario más importante, mi cuarto como miembro de A.A. ¿Por qué digo que mi aniversario de A.A. es más importante que el de mi ordenación? La respuesta es que, a través de A.A., mi Poder Superior, Dios no sólo me salvó la vida y me devolvió el sano juicio, sino que también me dio una nueva forma de vida que ha enriquecido mucho mi sacerdocio. Así que hoy, gracias a Dios y a A.A., me estoy esforzando, honesta y sinceramente, a pesar de mis numerosos defectos, por cumplir con mi vocación de sacerdote de la forma que Dios quiso. Mi sobriedad tiene que ser la cosa más importante de mi vida. Sin la sobriedad, volvería inmediatamente a llevar la vida que llevé durante mis últimos años de bebedor — la vida de uno que iba en una única dirección, hacia abajo.
Creo que me lanzaba a trabajar por trabajar, extendiéndome hiperactivamente en muchas direcciones — cualquier cosa para evitar mirarme a mí mismo. El alcohol llegó a ser una recompensa por mis duras labores. Con el fácil pretexto de “Con la misma intensidad que trabajo, me divierto,” traté de justificar una forma de beber que se había hecho más frecuente, y por períodos más largos, y que resultó en el absentismo, las mentiras, las decepciones y las irresponsabilidades.
Impulsado por repetidas rachas de culpa, de remordimientos y depresión, fui buscando la ayuda de los médicos y de mis compañeros los curas — en vano. Probé retiros, oraciones, actos de abnegación, abstinencia del alcohol por algún tiempo casas de descanso, cambios geográficos. Nada funcionó.
Me encontré desmoralizado, desesperado. Así una vida que había sido motivada por grandes ideales, grandes entusiasmos, ardientes esperanzas, llegó a encerrarse en un círculo compuesto por la botella y yo. El sacerdote, el hombre de Dios, se postraba ante otro maestro, el alcohol.
Finalmente, desde el fondo de mi pozo profundo, envuelto en la oscuridad, sin esperanza y desamparado, grité pidiendo socorro. Por fin, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para lograr la sobriedad. Y Dios me oyó y respondió.
Después de un período de hospitalización, asistí a mi primera reunión de A.A. Luego, me uní a un grupo de sacerdotes alcohólicos, y asistí asiduamente a estas reuniones. También asistí a reuniones de legos, abiertas y cerradas. Escuché con mente abierta. Me hice activo. Además, pasé seis meses en tratamiento psiquiátrico.
Día a día, un día a la vez, me he mantenido alejado del primer trago. A.A. se ha convertido en mi forma de vivir. Me doy cuenta de que, paradójicamente, mantengo mi sobriedad regalándola. Dondequiera que alguien busca ayuda, yo soy responsable. Lo que me fue dado libremente, libremente tengo que dar.
De una cosa estoy seguro: Dios quiere hoy que esté sobrio durante estas 24 horas. El dispondrá del resto. Si permanezco fiel a este camino, al camino de la vida de A.A., día a día, durante los días que me quedan, rezo — y lo creo, aunque con cuidado de la auto-satisfacción, para que Dios, mediante su merced amorosa, me convierta en el sacerdote que El quiere que sea.
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