jueves, 20 de junio de 2019

¿Se Cree Usted Diferente? (Parte 13)

Me llamo Jaime y soy alcohólico (“alto fondo”)

Yo era uno de esos borrachos que nunca vieron la cárcel por dentro; ni me acusaron nunca de la menor ofensa que pudiera atribuirse al alcohol. Nunca he estado hospitalizado por ninguna razón. La bebida nunca me hizo perder mi esposa ni
mi trabajo.

Mi expresión favorita era: “Puedo dejar de beber cuando quiera que lo desee.” Lo repetía tantas veces que comencé a creérmelo. Todas las Cuaresmas pude abstenerme de beber, salvo la última, justo antes de ingresar en el programa de A.A. Creía que Dios me castigaría más en el cielo si no hacía alguna penitencia por mis pecados aquí en la tierra. Abstenerme del alcohol era la penitencia más dura que podía imaginar. La pura determinación, la testarudez, la fuerza de voluntad y el egoísmo me ayudaban a hacerlo.

La testarudez era una parte de mi naturaleza. Cuando decidía hacer algo, no había nada que pudiera hacer cambiar mi decisión. Muchas veces, durante la Cuaresma, mi esposa me rogaba que bebiera, porque cuando no lo hacía, les trataba a ella y a mis hijos de una manera despreciable.

Todos mis amigos sabían que me abstenía de beber durante la Cuaresma. Su adulación ante mi fuerza de voluntad me sostenía durante esos días y noches. El temor de lo que dirían si no cumplía mi abstención me mantenía fiel a mi promesa hasta la Pascua. Me encantaban los comentarios de las esposas de mis compañeros de bebida: “¡Ay, cuánto me gustaría que mi Diego (o Tomás o Esteban) pudiera abstenerse de beber como tú lo haces!” Mi esposa probablemente estuviera pensando: “Si ellos solamente supieran cuánto me cuesta su sobriedad.”

Yo era, además, el hombre más inteligente del mundo, en la compañía en donde trabajaba y en mi casa como jefe de familia.

Tenía un solo problema, difícil de entender, y mucho más de resolver. Después de despertarme por la mañana, sintiéndome enfermo, diciéndome y prometiéndome que nunca más sería tan estúpido — ¿Por qué salía inmediatamente para serlo otra vez? ¿Por qué no podía parar después de tomar uno o dos tragos como hacían algunos de mis conocidos? ¿Por qué estaba pensando casi siempre en la bebida de una u otra forma? ¿Por qué no me podía dormir sin estar por lo menos medio borracho?

Si dejaba de beber, ¿Qué haría con mi tiempo? ¿Qué diría la gente si dejara de beber? ¿Qué dirían mis clientes? ¿Y qué de las Navidades, el Año Nuevo, mis cumpleaños sin la bebida? ¿Por qué no podía dejar de beber, yo que siempre había dicho que sí podía? ¿Por qué decía tantas mentiras? Estaba harto de mentiras. Harto de tratar de ser alguien que no era. Me dolía pensar que era adicto a la bebida, como otros lo eran a la droga.

Un hermoso sábado de julio, cuando tenía 34 años de edad, admití repentinamente a un cura la posibilidad de que el alcohol fuera la causa de mis problemas. Nunca había dicho tal cosa a nadie. El cura me recomendó que probara A.A.

Me parece que uno de los puntos más extraordinarios, pero sencillos, de A.A. es el que no tuve que dejar de beber —lo que yo entiendo por “dejar de beber— antes de ingresar en el programa. Creo que, si el programa hubiera preconizado la abstención como yo la entendía, hoy no estaría sobrio.

A.A. nos enseña a vivir sin el alcohol, lo innecesario que el alcohol es, y cómo el alcohol aumenta nuestros problemas.

Para la mayoría de nosotros, es perfectamente natural dar las gracias a otras personas por lo que recibimos. Por ello, es importante para mí, dar las gracias por el regalo más precioso que puedo recibir — 24 horas de sobriedad.

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