Me llamo Juana y soy alcohólica (agnóstica)
Mis padres me dieron una fe que más tarde perdí. No, no era una fe religiosa, aunque me expusieron a las enseñanzas de dos denominaciones; no me forzaron a aceptar ninguna de las dos. Me aparté simplemente por aburrimiento; mi frágil y superficial creencia en Dios desaparecía en cuanto trataba de pensar en ella. Lo que me dieron mis padres, amándome y respetándome como un individuo con el derecho de tomar mis propias decisiones, fue una fe en los seres humanos.
Luego, viviendo por mis propios medios, tenía todavía la sensación de estar bajo una protección benevolente. Mis jefes (hombres o mujeres) parecían estimarme con la misma bondad con la que me habían estimado mis maestros. Por extraño que parezca, mi buena suerte a veces me molestaba. “¿Qué es esto?” me preguntaba. “¿Despierto en todos un impulso paternal?” Había un elemento dentro de mí que luchaba contra la fe que tenía en la gente — un terco y furioso orgullo, un vivo deseo de independencia total. Con mis contemporáneos, siempre era dolorosamente tímida, una desventaja que, aún en aquel entonces, pude interpretar correctamente como un síntoma de egoísmo — un temor de que los demás no compartieran conmigo la alta estimación que tenía de mí misma.
Esta estimación por supuesto no incluía la imagen de una borracha. A menudo, tengo la sospecha de que el orgullo mata a tantos borrachos como la bebida. ¿Buscar ayuda? ¡Qué idea tan rara! Llegó el día en que mi orgullo fue aplastado (temporalmente), y pedí socorro. Se lo pedí a gente desconocida. Pero mi orgullo, que se engrandecía mientras recuperaba la salud, obstaculizó mis dos primeros intentos de entrar en A.A. Después de haber fracasado una vez más tratando de recuperar mi destreza como bebedora social, quedé convencida y comencé en serio mi aprendizaje en A.A.
Afortunadamente, me uní a un grupo que dedica sus reuniones cerradas a discusiones de los Pasos. La mayoría de los miembros tenía su propio concepto de Dios; la atmósfera de fe que me rodeaba era tan pronunciada que a veces creía estar a punto de entregarme a ella. Nunca lo hice. No obstante, me parecía que cada discusión revelaba nuevas profundidades en el significado de los Doce Pasos.
En el Paso Dos, el “Poder superior a nosotros mismos” era A.A.; pero no solamente los A.A. que yo conocía. Eramos todos nosotros, en todas partes, teniendo en común un interés, unos por otros, y creando así un recurso espiritual más fuerte de lo que ningún individuo pudiera facilitar por sí sólo.
Al principio, el Paso Tres representaba simplemente lo que sentía al levantarme sin malestar en las mañanas iniciales de mi sobriedad, al sentarme cerca de la ventana mirando al mundo que parecía siempre iluminado por el sol, sin probabilidad inmediata de conseguir un trabajo y, no obstante, con perfecta confianza y felicidad. Entonces, el Paso se convirtió en una feliz aceptación de mi hogar en el mundo: “No tengo la más mínima idea de Quién o Qué dirige el espectáculo, pero estoy segura de que yo no lo dirijo.” Además, lo podía ver como una sana actitud, un enfoque eficaz de la vida. “Si estoy nadando en agua salada y me invade el pánico y empiezo a manotear violentamente y a pelearme con ella, me ahogaré. Pero si me relajo y tengo confianza en ella, me mantendré a flote.”
Aunque el Paso Cuatro no hace referencia a un Poder Superior, para mí la palabra “moral” llevaba una connotación de pecado, que a mi parecer se traduce como una ofensa contra Dios. Así que consideraba el inventario como un intento honesto de describir mi carácter: en la columna en rojo aparecían las cualidades que tendían a lastimar a la gente.
No estoy segura de que estuviera trabajando en los Pasos conscientemente, pero no cabía duda de que éstos surtían efecto en mí. En mi cuarto año de sobriedad, un incidente poco importante me hizo darme cuenta de que había desaparecido mi vieja pesadilla de la timidez. Con asombro, me dije a mí misma: “Me siento cómoda en el mundo.” Ahora, pasados 18 años, sigo sintiéndome así. Durante mi vida, las ventajas de la experiencia de A.A. han pesado mucho más que los años de mi alcoholismo activo.
¿Qué fue lo que superó mi orgullo (temporalmente) y me hizo asequible? La mejor respuesta que puedo dar es lo que mi padre solía llamar “la fuerza vital.” (El era médico de cabecera que había visto brotar y fallar esa fuerza muchas veces.) Creo que está en todos nosotros; anima a todo lo que vive; mantiene girando las galaxias. No es por casualidad que empleara la metáfora del agua salada al hablar del Paso Tres; para mí el mar es un símbolo de esta fuerza. Llego a la más clara comprensión del Paso Once cuando puedo contemplar el ininterrumpido horizonte desde la cubierta de un barco. Me reduce a mi propio tamaño. Siento serenamente que formo una pequeña parte de un vasto e incognoscible total.
Pero, ¿No es el mar un símbolo algo frío? Sí. ¿Creo que se preocupa por el pececillo? ¿Por el destino de un individuo cualquiera? ¿Hablaría con él? No. Una vez, al final de mi vida de bebedora, dirigí tres palabras a algo no humano. En la oscuridad, antes del amanecer, me levanté, me puse de rodillas, apreté las manos, y dije: “Ayúdame, por favor.” Luego, me encogí de hombros, y dije: “¿A quién estoy hablando?” y me volví a acostar.
Cuando conté esta historia a una de mis madrinas, me dijo, “Pero, respondió a tu oración, ¿no?”
Puede que sí. Pero yo no lo siento. No lo discutí con ella, ni tampoco ahora acometo el misterio con pura lógica. Si me pudieras probar lógicamente que existe un Dios personal —y no creo que lo puedas hacer— aun así no me inclinaría a hablar con una Presencia que no puedo sentir. Si yo pudiera demostrarte lógicamente que no existe ningún Dios —y sé que no lo puedo hacer— tu verdadera fe no vacilaría. En otras palabras, lo que concierne a la fe está completamente fuera de la esfera de razón. ¿Existe algo fuera de la esfera de la razón humana? Creo que sí. Algo.
Entretanto, aquí estamos todos juntos — quiero decir todos los seres humanos, no solamente los alcohólicos. Nos necesitamos unos a otros.
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