La necesidad de cambiar y el cambio
Sexto Paso Estuvimos dispuestos a dejar que Dios eliminase todos esos defectos de carácter.
Séptimo Paso Humildemente le pedimos a Dios que nos librase de nuestros defectos.
Como los Pasos Sexto y Séptimo en la práctica son casi imposibles de separar, los trataremos de una manera conjunta.
Pero para demostrar cómo se pueden usar estos dos Pasos en la recuperación, necesitamos aclarar la frase “defectos de carácter” del Sexto paso.
Ante todo debemos entender que durante la mayor parte de la historia se identificó incorrectamente al alcoholismo como un trastorno de la personalidad. Este error se afianzó de tal manera que tanto alcohólicos como no alcohólicos creyeron siempre que los alcohólicos bebían en exceso a causa de una debilidad moral o psicológica.
Esto es una gran injusticia para el alcohólico, ya que no es cierto.
El concepto de alcoholismo como un trastorno de la personalidad sencillamente no concuerda con los hechos tal como los entendemos.
De una manera más significativa, esta idea equivocada estigmatizaba al alcohólico de la misma manera que a veces la epilepsia estigmatizaba a sus víctimas.
Tal vez, más que cualquier otro factor, este estigma ha impedido a los alcohólicos recurrir a un tratamiento, y esto a conducido a la muerte innecesaria de miles de ellos, a pesar del hecho de que el alcoholismo puede ser tratado.
Veamos cómo interfiere el estigma:
• Transformando el nombre de una enfermedad en un adjetivo hiriente y el diagnóstico en una acusación.
• Atribuyendo la afición al alcohol a “defectos” imprecisos de personalidad, lo cual separa aún más al ya aislado alcohólico del resto de los humanos.
• Aleccionando a aquellos que rodean al alcohólico a tergiversar su conducta y a enseñar al alcohólico a comprenderse erróneamente.
Esto es lo que, según creemos, esta idea del “trastorno de personalidad del alcohólico” ha hecho al alcohólico.
Así puede verse por qué ponemos especial cuidado para explicar la que creemos es la interpretación más adecuada de la expresión “defectos de carácter”. Muy a menudo las personas bienintencionadas usan esta frase como una justificación para volver a la antigua teoría del trastorno de personalidad perteneciente al modelo pre-patológico.
Creemos que los “defectos de carácter” deben referirse al tipo de mecanismos de defensa y juicios irracionales que tratamos en el capítulo sobre el Cuarto Paso. Porque son esos aspectos del carácter del alcohólico con los que realmente hay que enfrentarse en la recuperación.
En el Cuarto Paso el alcohólico identificaba actitudes, creencias y comportamientos que le habían causado problemas en el pasado En el Quinto Paso esta autovaloración era compartida con un recién hallado Poder Superior y con otra persona.
Ahora, según dan a entender estos Pasos, el alcohólico debe comenzar un largo proceso de cambio de esas actitudes y conductas.
¿Por qué? Simplemente porque sin tales cambios la sobriedad sigue siendo frágil, y la serenidad imposible.
En AA la serenidad es generalmente considerada como un producto derivado de la aceptación de la enfermedad y de la necesidad de tratarla; de usted mismo tal como se encuentra en este momento; y del mundo tal como lo ve, con todas sus imperfecciones.
Esta clase de aceptación evidentemente no se puede lograr sólo deseándolo; ésta representa una utilización continua del Programa de AA a través del tiempo.
Sin embargo el primer movimiento hacia la aceptación viene mediante los Pasos Sexto y Séptimo con su énfasis en las actitudes de cambio.
Adviértase que el cambio descrito requiere no una sino dos acciones separadas.
La primera es la asunción de una actitud de buena disposición. El alcohólico se prepara para el cambio.
No se trata sólo de que diga: “Estupendo, PS, estoy totalmente cambiado, así que no te preocupes, aquí tienes una nueva persona y desde ahora todo será diferente”.
Cambiar uno mismo no es como cambiarse los calcetines. Y estar dispuesto al cambio no es lo mismo que desearlo.
Veamos el caso de una mujer que durante años había tratado de dejar de fumar. Cada intento duraba algunas semanas y luego recaía.
Acudió a hipnotizadores, médicos y a todo lo que se le ocurría pero siempre fracasaba. Finalmente renunció.
“Al diablo –pensó–, sé que probablemente me moriré de cáncer de pulmón pero creo que no me importa. Desde luego, no parece que pueda tener fuerzas para dejar el tabaco.”
Al cabo de unos tres meses de haber tomado esta decisión, un día en que ya se había fumado la mitad de las tres cajetillas habitúales, leyó un artículo en una revista sobre la adicción a la nicotina. Nunca había tropezado con este concepto ya que siempre había considerado que fumar era un mal hábito, o una respuesta al estrés, noción que había reforzado su tratamiento anterior. Jamás se le había ocurrido que podía fumar tanto y tan continuamente porque era físicamente adicta a una droga.
De pronto, ahora todo adquiría sentido para ella. Pudo entender cómo la fuerza de voluntad la abandonaba cuando tenía que habérselas con los sufrimientos que impone la abstinencia del tabaco. Comprendió por qué tenía que fumar cada cinco minutos.
Y también comprendió la verdad de que si su malestar, ansiedad, insomnio e irritabilidad eran producto de un síndrome de abstinencia, se desvanecerían con el tiempo. Todo el mundo sabía que la abstinencia no podía durar siempre.
Una idea comenzó a germinar en su mente. “Tal vez, pensaba, la razón por la cual comienzo a fumar otra vez después de cada tratamiento, es porque me convenzo de que mi malestar nunca desaparecerá. Tal vez espero de mi organismo más de lo razonable, como vencer el ansia de nicotina al cabo de sólo tres semanas.
Si, por otra parte, supiera que el ansia y el malestar al dejar de fumar disminuyen con el tiempo, podría convivir con ellos.”
Algunas semanas más tarde examinó otra vez al asunto: “Bien, se dijo, creo que intentaré dejarlo una vez más. Sin embargo ahora lo haré de una forma diferente. En vez de creer que cada síntoma de malestar es una catástrofe en particular y compadecerme, lo consideraré como una parte de un simple síntoma físico de abstinencia que desaparecerá con el tiempo por sí solo. Y en vez de hacerme promesas, y hacérselas a los demás, de que éste será el último cigarrillo de mi vida, sólo me diré que hoy no fumaré.
Y cuando comience a sentir la falta del cigarrillo después de cenar, me diré: ¡Pobrecita! No te morirás de cáncer de pulmón. ¡Qué pena!”
Cuando llegó el día decisivo miró hacia lo alto y rezó por primera vez en mucho tiempo. He aquí su oración:
“Señor, si me das la fuerza necesaria para manejar esta situación, hoy no sucumbiré.”
Nos asegura que, con gran sorpresa suya, dejar de fumar en este último intento fue un juego de niños. Eso fue hace cinco años.
Creemos que esta pequeña historia ilustra la diferencia entre desear cambiar y estar dispuesto a aceptar el cambio.
Y creemos que la misma verdad es aplicable al alcohólico que habiendo dejado la bebida por milésima vez, desea desesperadamente hacer de esto una condición permanente.
Sus posibilidades de éxito dependen no sólo de su deseo de cambio sino también del deseo de aceptar lo que sucede cuando el cambio ocurre.
Cuando un alcohólico se autodiagnostica por primera vez y deja de beber decimos que está en colaboración. Sabe lo que el alcohol le ha ocasionado y quiere detener el proceso de deterioro. Se ha hecho miembro de AA y ha comenzado a trabajar estos Pasos en la esperanza de que lo ayudaran a aprender a vivir sin el alcohol.
Dicho de otra manera, ha seguido unas instrucciones.
En muchos casos estas instrucciones tienen una procedencia externa. El hecho de vivir sobrio no le parece al alcohólico algo totalmente natural. Si bebe es porque lo cree necesario y porque teme otras opciones que además le parecen peregrinas.
Andando el tiempo, en algún momento, con una ligera diferencia para cada persona, esta actitud cambia: acepta el nuevo estilo de vida que ha elegido.
Más que provenir del consejo de otros, la sobriedad llega a ser un producto de sus propios deseos. Ahora se trata de un programa interno que usted sigue. No beber, un asunto tantas veces pensado, se transforma en algo tan natural como levantarse por la mañana.
En vez de luchar consigo mismo por asistir o no a cierto número de reuniones de AA, ahora usted quiere ir a ellas porque le son valiosas.
Este es el proceso, el de la transición de la colaboración a la aceptación, que los pasos Sexto y Séptimo facilitan.
Generalmente cuando una persona se entera de que sufre una enfermedad incurable, experimenta un repentino sentimiento de humildad.
Aquello que normalmente ocupa sus pensamientos, dinero, sexo, gloria, éxito o fracaso, pierde importancia. Cualquier problema que tuviera le parece ahora insignificante, no le merece atención.
Algunos dicen que en esta situación, el tiempo parece detenerse un momento, como si algo que puede amenazar su vida, amenazará también la existencia misma del mundo.
Incluso cuando ya están en tratamiento, y a medida que pasan los días los pacientes de estas enfermedades afirman que tienen una nueva conciencia de la importancia relativa de los asuntos mundanos y de sus egocéntricas ambiciones ante esta demostración de su propia mortalidad.
Esto es totalmente comprensible. Los seres humanos pasamos gran parte de nuestra vida hablando de la importancia de la buena salud, pero aprendemos a valorarla cuando no la tenemos.
La salud es lo principal, nos enseñaron nuestras abuelas, pero nunca obramos como si eso fuera verdad. Siempre quisimos algo más que estar vivos.
Y así es, hasta que nos enfrentamos con la posibilidad de morir.
Llegados a este punto las cosas importantes de la vida cambian: desde obtener un ascenso en el trabajo, cambiar el coche, demostrar su eficiencia; a las cosas más simples: como compartir una comida con su mejor amigo, disfrutar de una agradable tarde de fútbol, saber que, una mañana más encontrará a su lado en el lecho un rostro querido.
Las personas que sufren un ataque al corazón perciben estas sensaciones, también los pacientes con cáncer. Padecer una enfermedad incurable, potencialmente mortal, nos enseña que la vida más que un “derecho” es un verdadero “privilegio”.
Un privilegio del que a menudo se abusa.
Cuando un alcohólico empieza a tratar por primera vez su enfermedad lo hace desde la perspectiva más estrecha. La idea de que todos estos años de problemas con el alcohol, tan reiteradamente atribuidos a las circunstancias, a otras personas, a trastornos psicológicos y cosas parecidas, podrían representar realmente el desarrollo de una enfermedad potencialmente fatal, no tiene cabida en él. En cambio el alcohólico se preocupa por la manera en que dirá que no a las bebidas en una fiesta, por la asistencia a las reuniones de AA, por lo que hará cuando se enfrente con un problema. Todo ello es algo natural: la recuperación depende de estos cambios cotidianos de una manera de vivir con la bebida a otra manera de vivir sin ella.
Sin embargo, una vez recorrida una parte del camino, el alcohólico tal vez se detenga a pensar acerca de lo que este proceso de recuperación significa exactamente.
Quizá, con una mente más despejada, sin la menor necesidad de estar a la defensiva, con más lucidez, el alcohólico se da cuenta por vez primera de los daños que los efectos de esta enfermedad le han causado.
Incluso podría percibir, como muchos lo hacen, que en vez de haber pasado un “par de años bebiendo excesivamente”, ha sufrido de alcoholismo desde su adolescencia.
Cualesquiera sean las circunstancias, el alcohólico generalmente no se da cuenta del significado de su recuperación hasta bastante tiempo después de haber abandonado la bebida. Y a veces, solo o en una reunión de AA, esta idea lo iluminará como la proverbial lamparilla en la cabeza.
Ese “asuntillo de la bebida” fue una cuestión de vida o muerte.
Si no hubiera recobrado la sobriedad, tal vez hoy no estaría aquí.
Al acudir a AA y al Poder Superior ha salvado su propia vida.
Esto lo puede convertir en un alcohólico agradecido; aquel que se dio cuenta, a través de la experiencia de la recuperación, de cómo es realmente la vida.
Sin la enfermedad, cree, bien podría haber pasado sus días a la caza de los espejismos del éxito y la gloria, perdiéndose todo lo que realmente importa. Lo valioso de la vida, no consiste en la ambición, el orgullo o la codicia.
Ha aprendido a ser humilde. Y esta es una de las lecciones de los Doce Pasos.
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