“El faltar a mis promesas a mis hijos …”
Mi madre murió cuando yo tenía 12 años, y solía pensar que mi vida habría sido diferente si ella hubiera vivido. Pero ahora creo que, aun en aquel entonces, mi problema era ya parte de mí misma. Tenía un fuerte sentimiento de inferioridad y era muy tímida. Mi padre hacía todo lo que podía para criarme a mí y a mis dos hermanas menores, manteniendo unida la familia hasta que me fui de casa para asistir a la universidad. El mandó a mis hermanas a un internado.Puedo recordar el miedo cerval que me entró al ver prepararse a mi padre para dejarme en la universidad. Yo sabía que no iba a poder lograr conocer y tratar a toda aquella gente. Desde el comienzo, era una inadaptada, y así me sentía. Por ello, los años que pasé en la universidad fueron años de sentimientos heridos, rechazos y ansiedades.
Finalmente logré casarme. Mi marido era un hombre muy guapo, y por esto creí que perdería mis temores y dejaría de estar tan nerviosa con la gente.
Desgraciadamente, no era así, a menos que tomara un trago. En la universidad, había descubierto que una o dos copas facilitaban la comunicación. Y tres me hacían olvidar que no era hermosa.
Con el paso del tiempo, tuvimos hijos, quienes para mí significaban todo. No obstante, me despertaba horrorizada al darme cuenta de que había conducido de aquí a allá durante una laguna mental, con ellos en el coche.
Entonces, mi marido se puso enfermo. Sintiéndome muy sola y angustiada, tenía que beber, a pesar de que mis hijos — ahora mi marido — dependían de mí.
Nos mudamos a un pueblo pequeño de Massachusetts, para vivir con mis suegros. Tenía la esperanza de que un nuevo círculo social resolvería el problema. No fue así.
Te puedo asegurar que una persona no se hace querer por su suegra emborrachándose en público en un pueblo pequeño.
Luego nos trasladamos a una vieja casa de campo, difícil de calentar y de cuidar. Mi marido viajaba frecuentemente, y yo cada vez bebía más.
Una noche fui a un bar a unos cuantos kilómetros de nuestra casa, después de haber encargado a mi hijo de 11 años que cuidara a sus hermanas. Llevé conmigo a una amiga de edad avanzada. Uno de los hombres que estaba en el bar se había ofrecido para conducir mi coche hasta mi casa pero le dije en tono beligerante que lo podía hacer yo. Al acercarnos a la casa, aceleré un poco y chocamos contra un poste. Mi vecina acabó con los ojos morados.
Sin saberlo yo, el hombre que se había ofrecido para conducir mi coche, nos había seguido en el suyo.
El dispuso para que sacaran el coche de la cuneta y lo remolcaran hasta mi casa. No se quedó mucho tiempo, pero después de irse, subí la escalera y encontré a mi hijo sentado al lado del conducto de la calefacción, por el que apuntaba con su escopeta de aire comprimido.
“¿Qué estás haciendo?”, le pregunté. “No estaba seguro, mami,” me respondió, “pero me parecía que tal vez necesitabas ayuda.” En este momento, me sentí como si hubiera llegado al punto más bajo. Tengo la convicción de que tiene que haber alguna motivación que nos haga querer ponemos sobrias, y para mí, estoy segura de que esta motivación me la dieron mis hijos.
Nunca olvidaré la fiesta que tuvimos al celebrar el cuarto cumpleaños de mi hija. Al llegar el día, las madres, acompañadas de sus hijas, se presentaron en mi casa. Al verme, decidieron quedarse a la fiesta.
Estaba tan borracha que no se atrevieron a dejar a sus hijas a solas conmigo.
Fue esto — el faltar a mis promesas a mis hijos — lo que finalmente me hizo darme cuenta de que ya no podía vivir más conmigo misma. Acudí a A.A. buscando ayuda. Como la mayoría de la gente, tenía multitud de ideas erróneas referente a lo que encontraría cuando llegara a una reunión. Creía que todos los alcohólicos eran personajes de ínfima clase. En mi primera reunión, me sorprendió ver a mucha gente que reconocía como miembros respetables de la iglesia.
Aún más importante, la primera vez que entré a una reunión de A.A., experimenté esa sensación maravillosa de pertenecer. Al conversar con la gente, descubrí que no era la única persona que había hecho las cosas que hice y herido a las personas a las que yo más quería. Había tenido miedo de estar volviéndome loca. Me llenó de gratitud el enterarme de que el alcoholismo es una enfermedad triple — que había estado enferma mental, física y espiritualmente.
Durante mis primeros años como miembro, tuve dificultad en asistir regularmente a las reuniones de A.A. Mis hijos eran todavía pequeños, y a menudo era difícil encontrar a alguien que pudiera venir a mi casa a cuidarlos. No obstante, desde la primera reunión, me enamoré de A.A., y supe que, de alguna forma, iba a encontrar la solución a través de este programa.
Aunque no encontré todas las soluciones al mismo tiempo, he ido encontrándolas poco a poco. Al principio, era todavía tímida, cohibida, envuelta en mí misma de forma que me era difícil extenderme y coger la mano que me ofrecían tan generosamente.
Con el tiempo, a través de los Doce Pasos de A.A., logré darme cuenta de que, si aceptaba el amor que me ofrecían tan abiertamente, podría aprender, a través de A.A., a sentirme cómoda con la gente. Para mí, éste fue un adelanto tremendo y me condujo hacia uno de los regalos más grandes que A.A. me ha dado: el de dejar de tener miedo. El miedo siempre había dominado mi vida — miedo a la gente, a las situaciones, a mis propios defectos. En A.A. he aprendido a tener confianza, y a vivir sin temor.
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