“Creía que la bebida era Dios.”
Soy hija adoptiva, y al llegar a la edad de siete años me pusieron en un orfanato. Las monjas del orfanato siempre estaban orando a Dios, pero yo no podía encontrar al Dios con quien siempre estaban hablando.A la edad de nueve años, probé un poco de vino.
Me dije, “así que éste es el Dios del que hablan.”
Creía que la bebida era Dios.
Me expulsaron de la escuela por haberme lanzado a una discusión sobre los grupos étnicos. Una de las muchachas me insultó, diciendo: “Ustedes …puertorriqueños,” y me eché encima de ella. Al recobrar el conocimiento, me encontré dentro de una camisa de fuerza. “¿Sabes lo que hiciste anoche?” la enfermera me preguntó. “No”, le dije. Me dijo que había luchado con la muchacha; que ella había perdido el conocimiento, pero yo seguí gritando que quería arrancarle el corazón. Y había roto una botella para hacerlo.
Quería fugarme del orfanato, así que me casé.
Cuando estaba embarazada de cinco meses, mi marido me dejó para alistarse en las fuerzas armadas.
Recurrí a mi suegra por ayuda. Me dio una pequeña botella de whisky y me dijo, “Toma un traguito de esto cada noche y podrás dormir. No tendrás ningún problema.” Vacié la botella.
Fui a la Cruz Roja para averiguar lo que podía hacer con mi vida. Me dijeron que la única salida era trabajar, así que me dediqué a dos trabajos. Siempre acompañada de mi amigo, el whisky.
Trabajé y ahorré dinero y, pasados cuatro años, mi marido regresó. Me dijo que podíamos “recoger los pedazos” y volver a comenzar. Con el dinero que había ahorrado, compramos una bombonería, en donde vendíamos también licores y nos metimos en muchos tratos dudosos.
Algo no andaba bien dentro de mí. Seguía echando a mi marido de la tienda, para así poder beber todo el día. Estaba segura de que mi marido no me quería, de que mis hijos no me querían, de que nadie me entendía. Necesitaba algo que me infundiera el deseo de vivir.
Conseguí un empleo como camarera de un bar, en donde tenía todos los hombres y toda la bebida que podía desear. Me parecía, por fin, estar feliz. Quería deshacerme de mi marido, así que cuando la policía vino a buscarlo, les dije dónde lo podían encontrar. La policía lo detuvo y un tribunal lo declaró culpable de asesinato.
Mientras él estaba en prisión, perdí mi empleo de camarera. No podía hacer más que beber. Necesitaba con qué subsistir, y a los únicos a quienes podía acudir era a los asiduos del bar. Así que hacía muchas cosas que no debía, pero las consideraba propias ya que de esa manera mis hijos tenían algo que comer.
Ya no me sentía digna de la vida; pecadora, había quebrantado la ley de Dios. Me sentía sucia. Tres veces atenté contra mi vida; traté de llevarme a mis hijos conmigo, para que no sufrieran lo que había sufrido yo. Abrí la válvula de gas de la cocina y me senté con mi botella de ginebra, esperando la muerte. Pero los vecinos forzaron la puerta y me llevaron al hospital.
Me dijeron que tenía un problema con la bebida, pero no quise escuchar. Quería morir borracha.
Cuando mi marido fue puesto en libertad, decidió quedarse con su amante. Tuve que vender mi casa y mudarme a un apartamento. Tres veces intentaron violarme en la calle. La última vez, fui muy lastimada y tuve que pasar tres meses en el hospital. Quería vengarme de todos los hombres.
Empecé a andar por las calles, esperando que alguien intentara atacarme para así poder matarlo y acabar en prisión. Tomando licores y píldoras, terminé de nuevo en el hospital. El siquiatra me dijo que tenía un problema con la bebida, y que debía ir a A.A.
Le dije que no podía vivir sin el alcohol. No obstante, fui a A.A., y al entrar por primera vez
en la sala de reunión, vi a todos los hombres allí presentes. Odiaba a los hombres — me habría gustado que todos se hubieran caído muertos. Pero seguí sentada, recordando lo que me había dicho el doctor: “Ve, siéntate, y escucha.” (No pude asistir sobria — había tomado algunos tragos.) Recuerdo que se decía que el alcoholismo era una enfermedad progresiva y que yo tenía ahora una buena oportunidad de crearme una vida sana.
Después de tres meses en A.A., aún bebía, y me preguntaba: “¿Por qué no puedo dejar la bebida? Tal vez me estén diciendo mentiras. Ellos también deben de seguir bebiendo.” Una noche — durante el día había tomado tres tragos — estaba sentada en una reunión, y por primera vez desde hacía años, sentí latir mi corazón. Dije: “Si esto es Dios, si esto es Tu presencia, déjame que agarre un hilo de Tu cuerda y sácame de esta botella para que pueda volver a andar con la gente de este mundo.” Sabía que algo tremendo me estaba pasando, y me fui de la reunión con una sensación maravillosa. Era el 3 de julio. Celebro mi aniversario de A.A. en el Día de la Independencia — el día en que dejé de depender de la botella.
Al principio no me era fácil, pero mi madrina me ayudó. Entonces, comencé a hacer los trabajos de servicio para mi grupo. Dos meses después, empecé a atender los teléfonos en el despacho hispano de la oficina intergrupal. Hoy le doy gracias a Dios, porque, haciendo estos trabajos, pude mantenerme alejada de aquellos con quienes solía beber. Ahora sirvo como coordinadora de instituciones para el Comité Hispano.
Voy a reanudar mis estudios. Yo sé que hay muchas mujeres como yo, especialmente en la comunidad hispana. Llevo una buena vida, y cada noche rezo por poder llevar el mensaje de A.A. a otro alcohólico.
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