Me llamo Luis y soy
alcohólico (79 años de edad)
Supongo que siempre he sido alcohólico. Al
menos, siempre he bebido alcohol. Cuando era
un bebé, mi madre solía poner unas gotitas de
whisky en una botella de agua tibia y dármela
para beber. Desde aquel entonces han pasado
muchísimos años.
Ya de joven, abandoné la escuela y conseguí un
empleo como conductor y cobrador de un coche
de caballos. En aquel tiempo, seis boletos costaban
un cuarto de dólar, lo mismo que un cuarto de litro
de whisky. Cada día me enfrentaba a una difícil
decisión: ¿Debo embolsarme el primer cuarto, o el
segundo? En los días buenos, asignaba el primero
a la compañía y esperaba a vender una docena
antes de pararme en el bar. Los días malos, me
guardaba el primero.
De todos modos, el servicio se suspendía mientras estaba en el bar. A los caballos no les
molestaba esperar, y los pasajeros no me importaban un bledo. A la compañía, sin embargo, sí le
importaba y, pasado un tiempo, designó a uno de
sus investigadores para descubrirme. Nunca me
descubrieron. Me fui yo antes.
A partir de entonces, fui de capa caída, pidiendo
limosna y bebiendo. Podía poner los ojos completos en blanco. Todos se apiadaban de un ciego,
especialmente uno tan joven como yo, así que
conseguía el suficiente dinero para beber. Pero
un día, dejé caer una moneda que una mujer me
había dado, y corrí directamente al lugar donde
había rodado. Ella se dio cuenta y se puso a llamar a gritos a la policía. Seguí corriendo y cogí el
siguiente tren que salía del pueblo. En la ciudad
donde llegué, vivía y bebía en uno de los barrios
bajos, durmiendo en posadas de mala muerte, en
los portales, en las cárceles.
Al llegar a los veinte años de edad, me decidí
por alguna razón a trabajar. Así es que conseguí un empleo en los ferrocarriles, donde seguí
trabajando hasta jubilarme a la edad de 73 años.
Trabajaba como revisor de cargos. Una vez que
me encerraba en el furgón de cola, nadie me podía
ver ni saber lo que estaba haciendo. Y lo que hacía,
la mayoría de las veces, era beber. Bebía todo tipo
de alcohol: whisky, ginebra, oporto, moscatel,
líquido de embalsamar, fluido en lata, etc. Las
llagas ya han desaparecido, pero todavía tengo las
cicatrices.
No sé cuántas veces en mi vida me han arrestado — 30 ó 40 quizás. La primera vez fue por
mendigar. Después de jubilarme, me arrestaron
17 veces por estar borracho. Tenía mi pensión de
jubilado, y nada que hacer sino beber. Mi mujer
había muerto. Mi hija casada no quería ni hablar
conmigo. Vivía solo y sin amistades, a excepción
de unos cuantos borrachos como yo.
Cuando tenía 79 años, me arrestaron otra vez.
Pero esta vez hubo una diferencia. El encargado
de libertad condicional me preguntó si quería dejar
de beber. Le dije que sí, y él se puso a hablarme
acerca de Alcohólicos Anónimos, y del programa
de rehabilitación del alcoholismo patrocinado por
el Juzgado municipal. Me preguntó si quería probarlo y pensando que no tenía nada que perder,
empecé a asistir a las reuniones que se celebraban
en el palacio de justicia.
Asistí a una reunión llevando escondido en mi bolsillo un cuarto de litro de vino. Un hombre de
pelo canoso de nombre Jim dijo que era alcohólico y que había estado borracho durante mucho
tiempo; pero que en A.A. había aprendido a dejar
de beber y comenzar a vivir. Pidió que cualquiera
que tuviera una pregunta la hiciera. Le pregunté
si la organización esperaba que un hombre de
79 años, que había bebido durante toda su vida,
podría dejar de beber sin más rodeos. Me replicó
que él lo había hecho, y que yo también podía. Me
dije que tal vez tuviera razón, así es que saqué la
botella de mi bolsillo y se la di al hombre sentado
a mi lado. Desde aquel momento, no he tomado un
solo trago.
Inmediatamente después de que empecé a asistir a las reuniones de A.A., me comenzaron a acontecer buenas cosas. La gente más agradable del
mundo se convirtió en mis amigos. Son mis verdaderos hermanos y hermanas. Hace poco tiempo,
en una reunión de A.A. sufrí un ataque al corazón.
Me llevaron con toda rapidez al hospital y se quedaron conmigo y, aunque el médico me había dado
por perdido, la amistad me salvó. Debo mi vida
a esta gente. Y ahora me quiere mi hija, y puedo
pasar tiempo con mis nietos y biznietos.
Los años pasan —un día a la vez— y supongo
que no me queda mucho tiempo. Pero no me
importa. Lo más importante es que quiero morirme sobrio. Mientras tanto, me esfuerzo por ayudar
a la gente más joven a encontrar la sobriedad y la
felicidad como he hecho yo. Les digo: “Si yo puedo
hacerlo, ustedes también pueden.”
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