lunes, 6 de agosto de 2018

A.A. PARA LA MUJER (Parte 4)

“La culpabilidad, el temor y los remordimientos diariamente me acompañaban.”

Ahora que gozo de un cierto grado de sobriedad, puedo darme cuenta de lo ciega que estuve durante 20 años. Tomé mi primer trago a la edad de 13 años.
Bebí una gran cantidad de oporto en una apuesta, me puse muy enferma y borracha, y me prometí que nunca más en mi vida bebería vino de esa forma.

En la secundaria, andaba con amigos mayores que yo. Bebían, y no había nada que me gustara más hacer. Bebía porque me gustaba beber, y una vez que empezaba, no estaba dispuesta a dejarlo cuando los demás lo estaban. Si les gustaba beber, su compañía me era grata. Si no les gustaba, no me veían mucho.

A la edad de 19 años, me casé. Mi marido bebía. Le gustaba y podía aguantar mucho. Tenía un compañero de bebida para toda la vida, y nuestro matrimonio comenzó como una larga celebración.
Cerca de un año después del nacimiento de nuestra hija, me puse muy enferma. Nuestro médico de cabecera me aconsejó que dejara de beber; me dijo que era una alcohólica potencial. Me reí de esto, y no le hice caso ni a él, ni a mis amigos y parientes que se lamentaban de mi forma de beber.

Empecé a perder cada vez más el control. A veces, lo que comenzaba con unos cuantos tragos se prolongaba durante una semana. Para librarnos de la trampa, nos trasladarnos a otra vecindad, y conseguí un trabajo. Comencé a inventar pretextos para beber más frecuentemente. Un día, estando de camino al trabajo, necesité un estimulante y me detuve para tomarme un trago. Recuerdo que tomé otros dos después del primero. El siguiente recuerdo claro que tengo, es de tres días más tarde. Por primera vez, conocí el miedo. Le dije a mi familia que yo debía de estar enferma mentalmente, para que esto hubiera ocurrido.

Comencé a consultar con un siquiatra. Nunca mencioné el alcohol, salvo para decirle que bebía en ocasiones. No le dije que por lo general me aseguraba de tener siempre la ocasión de beber, ni que él me deparó una.

Pasaron los años y finalmente llegué a un punto en que no podía enfrentarme con nada. Mi marido y yo nos separamos varias veces, y cada vez que nos reconciliábamos, esperábamos que las cosas cambiaran.

Sí cambiaron. Empeoraron. Acabé en un hospital en donde un médico me dijo que yo era esquizofrénica. Su diagnóstico me complació mucho. Una chalada, una loca, eso sí era; no una alcohólica.

Cuando dejé por fin de oír voces y me repuse, tuve que celebrar, esta vez con el permiso del doctor. Me propuso que bebiera sólo buen whisky escocés, y no más de tres tragos. No estipuló el tamaño del vaso.
Mi marido y yo nos separamos por última vez. Me dio un ultimátum: él o la bebida. No dudé en escoger — ya no podía vivir sin la bebida.
Durante los dos años siguientes, viví una pesadilla.

La culpabilidad, el temor y los remordimientos me acompañaban diariamente. Ya no tenía amigos; cuando me veían andando por la calle, cruzaban al otro lado. La mayor parte del tiempo, parecía una autómata, embrutecida por el alcohol. Por fin, un día, al despertarme por enésima vez en una habitación desconocida al lado de un hombre desconocido, supe que no podía aguantarlo más. Me sentenciaron a prisión, por un crimen que cometí en una bruma alcohólica.

Finalmente, aprendí a vivir a través del programa de A.A. Cuando empecé a asistir a las reuniones en prisión, mi súplica de ayuda tuvo su respuesta. Una de las mujeres empleaba una expresión que corresponde precisamente a lo que me pasó en esta Comunidad: “Empecé a vivir cuando dejé de llorar y me comencé a esforzar.” Me esforcé por trabajar según la guía que A.A. me había dado en los Doce Pasos. Primero, entregarme completamente. Estaba perdiendo el combate con la botella. Me rendí, y a través de la derrota, gané. Segundo, transformarme, puesto que el mundo no va a adaptarse a mis deseos. Es sencillo, no quiero tener nada que ver con lo que fuese que me encaminó hacia la miseria alcohólica.

Ahora soy otro diente en la rueda de esta Comunidad. Se me ha ofrecido otra oportunidad de ser la madre que siempre he deseado ser. Sí, tengo el mejor regalo de todos — me han sido devueltos mi hija y su amor. Ayer, sólo existía, sin esperanza, sin nada más que miseria. Hoy vivo con esperanza porque llevo un mensaje de esperanza a otros alcohólicos. Por estas razones, el programa funciona. Deseas desesperadamente tu sobriedad y después de lograrla, la compartes con otros.
“Durante mi carrera alcohólica había amenazado a pacientes, había estado borracha en el trabajo, había pensado en asesinar.”
Soy alcohólica. Soy también una enfermera titulada, una soltera que goza de muchas actividades. Pero no fue siempre así.

He mantenido mi sobriedad en Alcohólicos Anónimos durante algo más de cinco años, y éstos han sido los años más felices de mi vida. Antes de recurrir a A.A., llevaba un año seca, por miedo de sufrir otro ataque de DT (delirium tremens). Había jurado que nunca tomaría otro trago, porque sabía que nunca podría salir de otra borrachera como lo hice durante la semana entre el día de Navidad y el de Año Nuevo de 1977.

El día de Navidad, por la mañana temprano, conduciendo borracha y bajo los efectos de la droga, rompí un poste telefónico y destrocé mi coche — no por primera vez. En la sala de urgencia, ofensiva y sin deseo de cooperar (todavía con mi uniforme) rechacé los cuidados médicos hasta la mañana siguiente, en que pudiera ser admitida sin alcohol u otras drogas en mi organismo.

En aquel entonces, que yo recuerde, bebía diariamente, y tomaba cualquier sustancia que podía conseguir, con o sin receta. Después de ser dada de alta, mi irritabilidad y nerviosismo y mis temblores cada vez más intensos se convirtieron en verdaderas alucinaciones, acompañadas de un creciente horror de lo que estaba experimentando.

No podía volver al hospital en donde estaba empleada, y mi familia ya no podía aguantar mi conducta antisocial. Durante otro año entero fui tocando fondos consecutivos, una sustancia a la vez; pero no hubo ningún cambio en mi enfoque sobre la vida.

Para mí, la recuperación empezó cuando dejé de tomar drogas y comencé a hacer esfuerzos para mejorar. Empezó cuando asistí por primera vez a una reunión de A.A.
Era una niña tímida, hipersensible, obesa, y poco segura de mí misma. Buscaba consuelo en los libros y en el papel de “madrecita”. Recuerdo que me sentía importante cuando papá me dejaba pedir sorbitos de su cerveza. Me gustaban sus efectos. La primera vez que, bebiendo, perdí el conocimiento y sufrí una laguna mental, tenía 13 años. Me parecía como si la única forma en que podía apaciguar mi sentimiento de inferioridad y mi criticona conciencia fuera estar borracha.
En la escuela, me consideraban una compañera agradable, una de las que haría todo por sus amigas.
Complacer a los demás me causó muchas penas, especialmente en mi profesión, hasta que aprendí a decir no a la primera copa.

Para mí, ponerme el uniforme blanco significaba dar rienda suelta a “la enfermera prodigiosa.” Sin uniforme, estaba muy metida en la contracultura hippie.

Para compensarlo, tenía que ser un dechado de perfección en mi trabajo, como la famosa Florence Nightingale. Siempre me ponía furiosa la incompetencia que veía a mi alrededor, segura de que yo era la única persona que hacía el trabajo.

Con toda esta ira y sentimientos de mártir, tenía que emborracharme después del trabajo para desfogarme. Necesitaba un empleo para costear mi adicción, y la profesión de enfermera representaba la única cosa respetable que poseía.

Durante mi carrera alcohólica, que duró 12 años había amenazado a pacientes, había estado borracha en el trabajo, había pensado en asesinar, vendido drogas a niños, tomado una sobredosis, había sufrido dos abortos provocados, y bebido hasta caerme sin sentido en los bares, vestida con mi uniforme. Olía mal y había engañado a mi amiga más fiel, y la última que
me quedaba, teniendo una aventura con su marido.

Conducía cuando estaba demasiado borracha para andar a pie. Destrocé algunos coches, y la policía me detuvo muchas veces, sin que tuviera ningún recuerdo de los eventos.

Detestaba a los borrachos porque constituían una evidencia patente de lo que yo era bajo mi fachada — manipulativa, poco honrada, tímida y solitaria. He pasado la mayor parte de mi vida fingiendo ser algo que no soy. Hasta que logré mi sobriedad no supe que soy precisamente la persona que siempre quise ser.

En A.A. me han enseñado a cambiar — desde el interior, no sólo en las apariencias — la gente que ahora se ríe de sus problemas, llora de su alegría y disfruta de su vida.

Hoy, trabajo como enfermera de vuelo, miembro de un equipo de transporte en helicóptero, una oportunidad para crecer profesionalmente que no podría aprovechar sin estar sobria. Tengo la reputación de ser honesta, aunque no de ser siempre diplomática al respecto. Lo hermoso de la sobriedad es la habilidad para admitir mi falta cuando he perjudicado a alguien con una palabra o acción irreflexivas, y a partir de ahí, continuar. Mientras bebía, tenía un miedo cerval a que alguien descubriera que cometía errores. Por eso, no podía escarmentar por mis errores y seguía haciendo las mismas cosas, una y otra vez.

Ahora puedo aprender y crecer con la gente que encuentro en mi vida. Sin tener, de ellos ni de mí misma, esperanzas poco realistas. Me he vuelto a unir a la iglesia de mi niñez, con la fe de una adulta, y participo activamente en el servicio de A.A., así como en las actividades comunitarias y profesionales.

Dentro del programa, todavía sigo luchando por lograr la habilidad de verme de una manera realista en relación a los demás. Adquirir un verdadero amor propio y una aceptación de mí misma han sido probablemente las tareas más difíciles que haya encontrado. A través de la adversidad y de muchas situaciones incómodas en mi vida, he conseguido cierto amor propio y tranquilidad de conciencia, ya recibiera o no aprobación.

¡Agradezco tanto el regalo de un sincero amor propio! Siempre he deseado ayudar a otras gentes y serles servicial, pero mi apremiante y paralizante adicción me incapacitó para hacerlo. Ahora liberada, llevo una vida que nunca me hubiera podido imaginar, y me doy cuenta cada día más de que sólo la falta de fe impone límites sobre mi vida. Una autómata se está convirtiendo en una mujer competente, íntegra y cariñosa.

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