Me llamo Gloria
y soy alcohólica (negra)
Hace poco tiempo, tuve una cita con una amiga de
A.A. en una reunión muy concurrida. En cuanto
llegó, caminó directamente a través de la muchedumbre hasta donde yo me encontraba. La sala
estaba llena de gente y me sorprendió que ella
me viera tan rápidamente. Cuando le pregunté
al respecto, me dijo simplemente que me había
reconocido inmediatamente, sin más detalle.
Tuvo que pasar una hora antes de que me diera
cuenta repentinamente —en mitad de la reunión—
del porqué.
Me reconoció porque yo era una de las
tres negras presentes en aquella sala atestada de
gente. Con mi piel negra y mi peinado afro — ¡y
me preguntaba cómo me había podido reconocer
tan rápidamente!
Puede que esta historia no te parezca gran cosa
— pero para mí significa algo fantástico. Cuando
llegué por primera vez a A.A., hace unos 14 años,
me encontré en un grupo de gente en su mayor
parte blanca, y en aquel entonces me sentía verdaderamente distinta.
No tenía problema mientras
estábamos hablando de mantenernos sobrios, pero
cuando comenzaban a hablar sobre qué peluquero
las peinaba o algo así, me sentía totalmente perdida. Recuerdo una reunión en donde la primera
dama dijo que se había ido a Europa y vendido
algunas acciones durante una laguna mental, y la
segunda dijo que había pasado un día horrible, por
haber extraviado sus entradas para un concierto de
la sinfónica.
Me pregunté si me había equivocado
de lugar.
Tomé mi primer trago cuando tenía 15 años. Un
hombre me dijo que me daría dos dólares si le preparaba el desayuno, y lo hice. Entonces me dio un
poco de whisky. Me hizo sentir muy bien. Hasta
entonces, siempre me había sentido muy mal,
incómoda con la gente que me rodeaba. Bueno,
pues, muy pronto descubrí que el hombre quería
algo más que un desayuno.
Me escapé del apuro, pero llevando conmigo un sabor que me acompañaría durante muchos años.
En mi hogar había sido bastante infeliz. Era
una casa tranquila. Nadie bebía mucho, y mis
padres eran muy religiosos. Tenía una hermana
que, según decían todos, era más linda que yo; y
recuerdo que me ponía enferma a propósito, para
que mi madre me prestara atención.
Pero cuando
tenía la botella conmigo, cuando estaba bebiendo,
me sentía buena, hermosa y amada — al menos
por un rato.
Seguía haciéndolo, a pesar de ponerme enferma
casi siempre que bebía. Al poco tiempo, me convencí de que necesitaba el alcohol para funcionar.
Estaba segura de que la bebida me ayudaba a escribir a máquina más rápidamente. Durante los descansos para tomar café, me iba furtivamente de la
oficina a tomarme un cóctel — esto pronto lo cambié por un cuarto de litro.
Cada fin de semana me
cogía una borrachera, y el domingo por la noche
me encontraba tirada en el suelo, sin sentido.
Un día, por fin, no pude más. Llamé a una
muchacha blanca que trabajaba en mi oficina y
que una vez me había mostrado un folleto de A.A.,
después de haberme descubierto vomitando en el
servicio.
Desde aquel momento, la había odiado
pero llegó finalmente el día en que estuve lista
para empezar a aprender a no beber.
Me dijo dónde se reunía su grupo y que si quería asistir, podríamos citarnos en la reunión. Le dije
que sí, pero cuando me enteré de que tenía lugar
en el sótano de una iglesia, casi cambié de idea.
Hacía mucho tiempo que no había estado en una
iglesia, y me imaginaba que cualquier grupo que
se reuniera en el sótano de una iglesia tendría que
ser desastroso. Pero estaba gravemente enferma.
Hacía tres días que no había podido comer más
que un consomé; al llegar el día de la reunión logré
tragar un poco de sopa de pollo. Así es que fui. ¿A
dónde más podía dirigirme?
Como ya he dicho, A.A. me atrajo inmediatamente; no obstante, durante un tiempo me sentí
“diferente”.
Aunque la mayoría de los miembros
del grupo eran blancos, no me hizo sentir mucho
mejor el asistir a una reunión de un grupo compuesto principalmente de gente negra. Me parece
que lo que pasaba era que me encontraba incómoda sin el alcohol, como dije antes. Nunca me sentí
a gusto conmigo misma. Y eso tal vez explique por
qué me entregué tan rápidamente a la bebida.
Por fin conseguí una madrina, y desde aquel
momento las cosas han ido mejorando. Me parece
que nosotros los A.A., llevamos nuestros paraguas
con los que protegemos a nuestros vecinos cuando
la lluvia parece estar cayendo con algo más de
intensidad sobre sus cabezas — sin importar el
color de nuestra piel.
Mi amiga más íntima hoy en día es una muchacha blanca, una A.A. que viene de una familia adinerada. Tenía una institutriz, y su madre se iba de
la casa para jugar a las cartas o algo así.
Mi madre
siempre se iba a trabajar, o a su iglesia; no obstante, mi amiga y yo teníamos siempre la misma
sensación de no ser amadas.
Aunque ella tuviera mil juguetes, y yo sólo una
muñeca, todo se reducía a esa misma sensación.
Hoy mi amiga ve y siente las cosas exactamente
como yo. Dice lo que estoy pensando, y viceversa.
Ambas nos encontramos más cómodas la una con
la otra, que con nuestras respectivas familias.
Hoy participo en los grupos de A.A. Apenas
noto si la mayoría de los miembros son blancos o
negros, o si se dividen en partes iguales. Son simplemente A.A. Para mí, es importante mezclarme.
Creo que, si no lo hiciera, siempre me sentiría
diferente, sin importar dónde estuviera. Creo que
hay algo en el programa de A.A. que deja atrás las
diferencias de las que antes me preocupaba.
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